Yo tenía clara mi misión: deseaba más que nada ponerme al servicio de las personas que me elegían en su camino de crecimiento, deseaba ayudarlas de verdad, transmitirles ese mensaje que mis años de aprendizaje y de estudio había cristalizado en mí.

Me desvivía por hacerme visible, por contar lo que hago, por llegar a más personas a las que ayudar.

Pero casi cada vez que se trataba de ponerme delante de una cámara o de dar una charla o una formación o un taller, lo pasaba mal. Los primeros minutos eran un suplicio.

Muchas veces terminaba y me iba con la sensación de que no había conseguido transmitir mi mensaje, de que mis palabras y mi presentación habían llegado a medias, de que no había terminado de conectar con mi audiencia.

Y no te cuento cuando me veía a mí misma en algún vídeo de Instagram o de YouTube: me veía sin ritmo, sin chispa, pequeña.

Estuve a punto de darme por vencida. Pensaba que no se me da bien comunicar, no he nacido con ese don, mejor buscar otra cosa.

Me salvó una amiga que me hizo la pregunta que necesitaba: “Pero, Marta, ¿por qué no tomas alguna clase de hablar en público?”.

Ahí empecé a buscar. Vi muchas opciones, pero ninguna me acababa de convencer. Hasta que el algoritmo me guió hasta Miriam Bravo.

Cuando escuché el tambor y la voz de Miriam, supe que ella era lo que yo necesitaba.

Porque yo quería aprender a hablar en público pero no con técnicas para altas ejecutivas.

Yo buscaba algo que me conecte con mi Mensaje, con mi Voz, con mi Esencia.

Escuché el tam-tam y mi corazón vibró a su son.